Abrazada a una de las bahías más bonitas del mundo, la capital cántabra es el sueño dorado de cualquier aficionado a la buena gastronomía. Excelente producto y mejores manos para cocinarlo.

 

Texto: Javi Sánchez

En un paseo por el rastro de Santander, en la céntrica Plaza de la Esperanza, una postal cae del interior de un libro: una vaca mira al objetivo apostada sobre un manto verde con el faro santanderino de Cabo Mayor al fondo. Entre las páginas del mismo volumen, otra vieja foto muestra a unos pescadores antes de salir a buscar el sustento adentrándose en la Bahía de Santander, un “gran prado azul”, como la describiera el poeta cántabro Jesús Cancio. Las dos imágenes, fechadas en los 60, se unen como piezas de un puzle: una habla del agua, la otra de la tierra. Distintas, pero coetáneas, representando los dos paisajes entre los que se mueve esta ciudad privilegiada. Campo y mar aquí siempre se han dado la mano, mostrándose abiertamente en una despensa variada y, como consecuencia, enseñando un poderío culinario que se sigue honrando a día de hoy, ya sea desde la tradición o la búsqueda de autor.

Es un fundido verde azulado el que siempre muestra Santander que se ve, perfectamente, en la carta de un restaurante como El Muelle, abierto en 2012 en el Barrio Pesquero (Avenida Sotileza, 36) y que ofrece arroces de pescado, pero también de mar adentro. “Utilizamos solo producto de cercanía y tenemos desde uno con cachón –pariente de la sepia– a uno de chuleta de vaca vieja con azafrán”, comenta su dueño, Valentín González, que señala que el más vendido “es el del señorito”. Nada sorprendente en una ciudad con fama de refinada desde que aristócratas y burgueses la eligieran como ‘spot’ –diríamos hoy– de veraneo a principios del siglo XX.

 

Valentín González, chef de El Muelle, restaurante del Barrio Pesquero que recientemente ha recibido el premio a la mejor paella de España.

Ubicada en un edificio del siglo XIX, La Casona del Judío posee su propio huerto de hierbas del litoral, donde cultiva 14 variedades distintas.

 

En pocos lugares se rastrean mejor las huellas de ese Santander que quería comer bien y que tenía los mimbres para ello que en la Bodega del Riojano (Río de la Pila, 5), abierta en 1938 y donde el visitante se sienta rodeado de barricas con tapas pintadas por artistas como Ramón Calderón, Albert Ràfols-Casamada o Guillermo Pérez Villalta. Un “museo redondo” creado con el aliento de Víctor Merino, de la familia fundadora, que tendió puentes con el ambiente intelectual de la época durante la segunda mitad del siglo XX. Carlos Crespo, actual propietario, mantiene ese legado, y lo marida con una carta que toma lo mejor de Cantabria y lo pone en la mesa: desde las anchoas de Santoña a los ‘quesucos’ de la región, pasando por una merluza de pincho con pimientos.

 

Pescados a la brasa directos de la lonja

Situada en el antiguo astillero, La Caseta de Bombas da voz a pequeños productores artesanos.

Recetas de hasta diez países coinciden en la carta de El Machi Ida y Vuelta.

Mar, pasto, huerta… Santander es el sueño de cualquiera que quiera disfrutar del producto en su esencia más pura. Pero la ciudad tiene la suerte de tener a figuras que conectan pasado y presente. Un ejemplo es Carlos Zamora, con distintos restaurantes en la ciudad que dibujan ese hilo invisible por la línea del tiempo. “En La Caseta de Bombas –un edificio con 115 años de antigüedad sobre el antiguo astillero de Santander (Gamazo, s/n)– hacemos a la brasa los pescados de la lonja y vamos introduciendo o quitando según la captura del día, sea lubina, sapito –rape–, lenguado, machote –también llamado dentón–”, explica Zamora. En El Machi Ida y vuelta (Calderón de la Barca, 9), la taberna más antigua de Santander que hizo también las veces de despacho de billetes de tren (pervive en la fachada el mensaje de “Atención al tren”), Zamora ha creado junto a Fausto Alonso una carta viajera de 90 recetas viajeras donde aparece el queso de nata cántabro en una quesadilla o se prueba sushi con anchoa o bonito del norte. En otra parte del menú perviven las rabas de peludín, que no de calamar, un indispensable de la casa. Inamovibles.

Agua Salada, una apuesta por una renovada cocina tradicional y el producto de temporada.

Arroz de lomo de vaca, chimichurri y trompetas en escabeche, uno de los platos del restaurante Cadelo.

“En 2014 abrimos el restaurante y, aunque trabajamos el producto de temporada, hemos ido viajando y añadiendo a la carta recetas de otra parte del mundo”. Carlos García y Pilar Montiel son, respectivamente, el jefe de cocina y la responsable de sala de Agua Salada (San Simón, 2), un restaurante que también abre caminos partiendo desde el centro de Santander. En un ambiente de bistró, la carta hibrida curry rojo de merluza y entrecot de ternera tudanca con pimientos asados en casa. A tan solo un minuto, Cadelo (Santa Lucía, 33) da un paso más en la internacionalización del producto, con la lasaña de ‘wonton’ con bechamel de leche de cabra y setas ‘shiitake’ encurtidas y la tarta a base de queso cántabro de Las Garmillas.

Una feria de vinos naturales

Miki Rodríguez y Arlette Herreros, chef y sumiller, respectivamente, de Umma y promotores de BENA, feria de vinos naturales.

Faro gastronómico de la cocina cántabra, Cenador de Amós –con tres estrellas Michelin– cuenta con semillero y huerto propios.

Miki Rodríguez, chef, y Arlette Herreros, sumiller, hacen de Umma (Sol, 47) un espacio vivo, fresco y moderno. Abierto en 2013, trabajan con “pequeños productores, proveedores de pesca artesana y proyectos que se basen en el respeto”, resumen. Su croqueta cambia con la temporada, y lo mismo puede encerrar un mejillón en verano que berza en invierno. “El torto de maíz con ‘steak tartar’ de vaca tudanca es uno de esos platos que no podemos sacar de la carta”, cuentan. Umma es un centro de ideas del que surgen proyectos de esos que enriquecen la ciudad como BENA, una feria de vinos naturales que se celebra en enero.

 

A los pies del Sardinero se encuentra El Serbal, abierto hace 25 años y con una estrella Michelin.

 

Las estrellas Michelin de Santander traen consigo estampas evolucionadas de la gastronomía de la ciudad. Asomado a la playa del Sardinero, El Serbal (Avenida de Manuel García Lago 1) lleva 25 años apostando la excelencia al carrusel de pescados que pueda traer el mar y a ideas como su propia versión del cocido lebaniego. Arriba, en el barrio de Monte, La Casona del Judío (Repuente, 20) es el sitio de recreo del chef Sergio Bestard, en una imponente edificación indiana del siglo XIX. Este cocinero busca poner en valor las hierbas de litoral: “Cultivamos 14 variedades distintas, aquí en el propio restaurante”, cuenta. Las cuela en el menú e introduce incluso en los postres, con una propuesta a base de algas, que combina con manzana ácida. La estrella verde Michelin refrenda su compromiso con la sostenibilidad.

Pero a la hora de consultar a todos los cocineros por su faro gastronómico hay unanimidad en apuntar a Jesús Sánchez, tres estrellas Michelin en Cenador de Amós, en Villaverde de Pontones. El padrino de la cocina cántabra pone una pica en la capital con una cita anual, Santander Foodie, que en 2024 se celebrará entre el 6 y el 8 de diciembre, y que llena la ciudad de actividades en torno a la comida. Una celebración cocinada a fuego lento que podría resumir un verso del poeta Jesús Cancio: “Amo las auras salinas de los campos montañeses, y hay en mis coplas marinas añoranzas de neblinas de las cantábricas mieses”. En definitiva, sabores del mar y la montaña.

Para llegar a Santander, se puede hacer vía Madrid, desde la estación de Chamartín, en tren directo, con una duración de poco más de cuatro horas, o también desde Bilbao en los trenes de Media Distancia.Asimismo, y gracias a los trenes transversales, Santander está conectada por tren con Alicante, Albacete, Segovia, Oviedo, Valladolid y Palencia.