La letra del Virolai, himno folclórico catalán, atribuye la peculiar orografía de Montserrat a la acción de los ángeles, que “con serruchos de oro” talaron los riscos para construirle un palacio a la “reina del cielo”.

 

Texto: Miquel Echarri

A Barthélemy Joly le entusiasmó Montserrat. Consejero y diplomático del rey de Francia, el caballero bretón tuvo la oportunidad, en 1604, de recorrer la península ibérica y ser recibido en la corte vallisoletana de Felipe III. Tras cruzar los Pirineos, Joly recaló, en primer lugar, en la ciudad de Barcelona, que le pareció “grande y bella”, comparable a Lyon, pródiga “en casas, coches y viajeros”, con iglesias “magníficas, aunque un tanto oscuras, más ornamentadas incluso que las de Francia”. Le enervaron, eso sí, los barceloneses, a los que encontró “insolentes y orgullosos”, poco versados en el latín y muy proclives a dedicar sus días a pasatiempos “banales” como jugar al ajedrez.

En Navidad de 1604, harto del “hedor” de los barrios ribereños de Barcelona, Joly, un observador perspicaz, pero también quisquilloso y cotilla, decidió ponerse un jubón español y partir, en compañía de un prelado de la orden del Císter, en dirección al macizo de Montserrat, a apenas “siete leguas” (unos 30 kilómetros) de la ciudad. A medio camino, tras cruzar una llanura meridional sembrada de viñedos y palmeras, el noble francés vio surgir en el horizonte una montaña “agreste y noble” que teñía el paisaje de una extraña magia. De su apresurada crónica se deduce que Joly cruzó el bosque de encina que rodeaba la por entonces minúscula villa de Monistrol; visitó el cenobio benedictino en lo alto de la cordillera, y peregrinó a la cueva santa en la que, según la tradición, la virgen María se había aparecido a un grupo de pastores una tarde de sábado en el año 880. Incluso trepó, al parecer, a los riscos de Cavall Bernat, el Serrat del Moro, Sant Joan o la Palomera para reunirse con los eremitas que vivían allá, encaramados a las rocas, entre jabalíes, águilas perdiceras, gavilanes y salamandras.

Estampas de atardecer. El entorno de la abadía benedictina ubicada en la montaña de Montserrat (arriba) ofrece increíbles vistas.

Dormir en una celda de un monasterio

A Bernat Romeu, veterano excursionista que se presta a hacer de guía por lo recovecos más insólitos del macizo, le fascina imaginarse cómo debía ser el Montserrat, la montaña mágica de la Cataluña interior, que recorrió Joly hace más de cuatro siglos: “Lo fundamental, el intenso impacto estético que proporciona en cuanto la ves asomar en el horizonte, sobre todo en días de bruma baja o cielo grises, permanece idéntico. Pero el Montserrat de hoy es una montaña tan hermosa como transitada y urbanizada, poco que ver con el páramo espiritual suspendido en el tiempo que conoció Joly”. Romeu recomienda “visitar la pequeña cordillera sin prisas, dedicándole al menos un par de días, durmiendo, a ser posible, en las celdas del monasterio, hoy muy bien acondicionadas, pero, aun así, baratas y austeras, como debe ser”.
 

Lo que la montaña esconde

Senderismo por la montaña mágica. Las rutas por este parque natural permiten disfrutar de vertiginosas panorámicas.

Tras la obligada visita a Santa Maria de Montserrat, el santuario de la ruta mariana construido en 1025 sobre el enclave de una antigua ermita y remozado en profundidad en 1925 por Josep Puig i Cadafalch, toca recorrer el sendero que conduce hasta la Santa Cova, dejando atrás las estaciones del Rosario monumental y disfrutando de vertiginosas panorámicas del valle de Collbató. “Una vez cumplidos ese par de expedientes”, explica Romeu, “llega la hora de sumergirse en el Montserrat oculto y semioculto, al que muchos visitantes ocasionales no acceden por falta de información, curiosidad o paciencia”. Para ir abriendo boca, él recomienda la ruta circular “de algo más de diez kilómetros y al menos cuatro horas” en dirección a la cima de la serranía, Sant Jeroni, situado a 1.236 metros de altura: “El tramo final, con los míticos 250 escalones que conducen al mirador, es de una cierta dureza, pero te recompensa con espléndidas vistas del conjunto del macizo y sus alrededores”. Un espectáculo.

Camino de esta cumbre aislada en el corazón de una extensa planicie se recorre el angosto y fotogénico Paso de los Franceses, los restos de la antigua ermita de Santa Anna i el Pla del Ocells, el primero de los rincones en que se instala Romeu en sus días de “safari fotográfico”: “La fauna de Montserrat es muy variada. Abundan las especies más comunes de los bosques prelitorales del Mediterráneo, del jabalí a la ardilla o la paloma torcaz, pero se ha reintroducido la cabra salvaje (se calcula que son ya más de 200) y no es extraño atisbar gatos almizcleros, garduñas, víboras ibéricas, murciélagos, serpientes verdes y raros volátiles: el ballester, el roquerol, el zorzal…”. El premio gordo, en opinión de Romeu, consiste en coronar Sant Jeroni y descubrir, sobrevolando las rocas, a espléndidas aves rapaces, como el halcón peregrino, que contribuyen con su presencia a devolverle a Montserrat –un entorno de exuberante fantasía a tiro de piedra de la ciudad de Barcelona– el aspecto recóndito y salvaje que tanto entusiasmó a Barthélemy Joly en su día.

 

Notas para el cuaderno de viaje...

 

El hogar de la cabra salvaje. En 1995 se reintrodujo esta especie en Montserrat, donde ya habitan más de 200 ejemplares.

Un acceso de impacto. El funicular Aeri, inaugurado en 1930, conecta la base de la montaña de Montserrat con el monasterio.

Hasta Barcelona se llega en trenes AVE que tienen origen en Madrid, en Sevilla y en Málaga y realizan parada en todas las estaciones del recorrido. También trenes del servicio Alvia llegan hasta la ciudad condal desde Bilbao y trenes con enlace desde otros orígenes de la cornisa cantábrica. Trenes de los servicios Euromed e Intercity llegan también hasta Barcelona desde las ciudades del corredor Mediterráneo.